- Una vez vi un jardín lleno de rosas, todas ellas iguales, millones de rosas rojas dentro de un pequeño jardín. Paseando por aquel lugar, fuera del jardín, como si marginada por las demás gozara en silencio de los rayos de sol, vi otra flor. Al principio solo se distinguía de ella un simple capullo, poco a poco fue creciendo, yo observaba como coqueta y delicada iba colocando cada uno de sus pétalos, ella no quería salir tan arrugada como las demás flores, ella sacaba cuidadosamente uno tras otro. Cada día, siempre a la misma hora, yo iba a regarla y a verla, era hermosa.
Cuando terminó de crecer me percaté de que esta flor a la que tanto había cuidado, a la que tanto había esperado por ver, no era ni más ni menos que una más entre todas las rosas del jardín.
Me puse a llorar, no era más que otra igual, no era única, me había domesticado todo ese tiempo, me engañó, estuve tan pendiente de ella, la había cuidado tanto.
Dejé de ir a verla, dejé de cuidarla, no era más que otra cualquiera, ya no me importaba más. Pasaron los días y cada vez me sentía más solo, yo necesitaba verla, necesitaba cuidarla, me había acostumbrado tanto a su olor, su aroma me perfumaba, ya no era una entre millones, no era otra más, era mi flor, quería a aquella flor, aquella a la que tanto había cuidado, a la que tanto había visto, ella era única para mí.
Al día siguiente fui a aquel jardín, fui al sitio donde ella estaba y, por más que busqué, nunca llegué a encontrarla de nuevo.
Un tiempo más tarde logré encontrarla, ya no estaba en ese jardín, había sido arrancada y estaba adornando el balcón de una casa, se veía tan hermosa, era feliz, y yo al verla también lo era, ya no sera mía, pero al menos, seguiría siendo por siempre mi rosa.
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